"Doce Cuentos Peregrinos" de Gabriel García Márquez tiene un final de lujo ejemplar para ser analizado a la luz de "Galán Con Billete: Dos Secretos Tiene El Éxito" en el "El Rastro de Tu Sangre en La Nieve"
Billy, aun siendo «galán» y teniendo «billete»,
no es, ni por mucho, candidato a «galán con billete».
Sólo quienes hayan leído "Galán Con
Billete: Dos Secretos Tiene El Éxito" podrán entender la razón por la cual no se incluyó a Billy
Sánchez dentro de los galanes de nuestro trabajo. Y es que, a pesar de la
magistral belleza de la historia de la cual es personaje principal, no fue
posible considerarlo, lo que sí le correspondió a Florentino Ariza, personaje también
del Gabo en "El Amor en Los Tiempos del Cólera". Paseemos por un
fragmento del último cuento peregrino. Excepto donde se lee "próceres" en el original "procrees", citamos textualmente:
"...Entonces Nena
Daconte salió del automóvil envuelta con el abrigo hasta las orejas, y le
preguntó al guardia en un francés perfecto dónde había una farmacia. El guardia
contestó por costumbre con la boca llena de pan que eso no era asunto suyo, y
menos con semejante borrasca, y cerró la ventanilla. Pero luego se fijó con
atención en la muchacha que se chupaba el dedo herido envuelta en el destello
de los visones naturales, y debió confundirla con una aparición mágica en
aquella noche de espantos, porque al instante cambió de humor. Explicó que la
ciudad más cercana era Biarritz, pero que en pleno invierno y con aquel viento
de lobos tal vez no hubiera una farmacia abierta hasta Bayona, un poco más
adelante.
— ¿Es algo grave? —
preguntó.
— Nada — sonrió Nena
Daconte, mostrándole el dedo con la sortija de diamantes en cuya yema era
apenas perceptible la herida de la rosa—. Es sólo un pinchazo. Antes de Bayona
volvió a nevar. No eran más de las siete, pero encontraron las calles desiertas
y las casas cerradas por la furia de la borrasca, y al cabo de muchas vueltas
sin encontrar una farmacia decidieron seguir adelante. Billy Sánchez se alegró
con la decisión. Tenía una pasión insaciable por los automóviles raros y un
papá con demasiados sentimientos de culpa y recursos de sobra para complacerlo,
y nunca había conducido nada igual a aquel Bentley convertible de regalo de
bodas. Era tanta su embriaguez en el volante que cuanto más andaba menos
cansado se sentía. Estaba dispuesto a llegar esa noche a Burdeos, donde tenían
reservada la suite nupcial del hotel Splendid, y no habría vientos contrarios
ni bastante nieve en el cielo para impedirlo.
Nena Daconte, en cambio,
estaba agotada, sobre todo por el último tramo de la carretera desde Madrid,
que era una cornisa de cabras azotada por el granizo. Así que después de Bayona
se enrolló un pañuelo en el anular apretándolo bien para detener la sangre que
seguía fluyendo, y se durmió a fondo. Billy Sánchez no lo advirtió sino al
borde de la medianoche, después de que acabó de nevar y el viento se paró de
pronto entre los pinos y el cielo de las landas se llenó de estrellas
glaciales. Había pasado frente a las luces dormidas de Burdeos, pero sólo se
detuvo para llenar el tanque en una estación de la carretera, pues aún le quedaban
ánimos para llegar hasta París sin tomar aliento. Era tan feliz con su juguete
grande de 25.000 libras esterlinas que ni siquiera se preguntó si lo sería
también la criatura radiante que dormía a su lado con la venda del anular
empapada de sangre, y cuyo sueño de adolescente, por primera vez, estaba
atravesado por ráfagas de incertidumbre.
Se habían casado tres días
antes, a diez mil kilómetros de allí, en Cartagena de Indias, con el asombro de
los padres de él y la desilusión de los de ella, y la bendición personal del
arzobispo primado. Nadie, salvo ellos mismos, entendía el fundamento real ni
conoció el origen de ese amor imprevisible. Había empezado tres meses antes de
la boda, un domingo de mar en que la pandilla de Billy Sánchez se tomó por asalto
los vestidores de mujeres de los balnearios de Marbella. Nena Daconte había
cumplido apenas dieciocho años, acababa de regresar del internado de la
Chátellenie, en Saint-Blaise, Suiza, hablando cuatro idiomas sin acento y con
un dominio maestro del saxofón tenor, y aquel era su primer domingo de mar
desde el regreso. Se había desnudado por completo para ponerse el traje de baño
cuando empezó la estampida de pánico y los gritos de abordaje en las casetas
vecinas, pero no entendió lo que ocurría hasta que la aldaba de su puerta saltó
en astillas y vio parada frente a ella al bandolero más hermoso que se
podía concebir. Lo único que llevaba puesto era un calzoncillo lineal de
falsa piel de leopardo, y tenía el cuerpo apacible y elástico y el color dorado
de la gente de mar. En el puño derecho, donde tenía una esclava metálica de
gladiador romano, llevaba enrollada una cadena de hierro que le servía de arma
mortal, y tenía colgada del cuello una medalla sin santo que palpitaba en
silencio con el susto del corazón. Habían estado juntos en la escuela primaria
y habían roto muchas piñatas en las fiestas de cumpleaños, pues ambos
pertenecían a la estirpe provinciana que manejaba a su arbitrio el destino de
la ciudad desde los tiempos de la colonia, pero habían dejado de verse tantos
años que no se reconocieron a primera vista. Nena Daconte permaneció de pie,
inmóvil, sin hacer nada por ocultar su desnudez intensa. Billy Sánchez cumplió
entonces con su rito pueril: se bajó el calzoncillo de leopardo y le mostró su
respetable animal erguido. Ella lo miró de frente y sin asombro.
— Los he visto más grandes y
más firmes — dijo, dominando el terror—. De modo que piensa bien lo que vas a
hacer, porque conmigo te tienes que comportar mejor que un negro.
En realidad, Nena Daconte no
sólo era virgen, sino que nunca hasta entonces había visto un hombre desnudo,
pero el desafío resultó eficaz. Lo único que se le ocurrió a Billy Sánchez fue
tirar un puñetazo de rabia contra la pared con la cadena enrollada en la mano,
y se astilló los huesos. Ella lo llevó en su coche al hospital, lo ayudó a
sobrellevar la convalecencia, y al final aprendieron juntos a hacer el amor de
la buena manera.
Pasaron las tardes difíciles
de junio en la terraza interior de la casa donde habían muerto seis
generaciones de próceres de la familia de Nena Daconte, ella tocando canciones
de moda en el saxofón, y él con la mano escayolada contemplándola desde el
chinchorro con un estupor sin alivio. La casa tenía numerosas ventanas de
cuerpo entero que daban al estanque de podredumbre de la bahía, y era una de
las más grandes y antiguas del barrio de la Manga, y sin duda la más fea. Pero
la terraza de baldosas ajedrezadas donde Nena Daconte tocaba el saxofón era un
remanso en el calor de las cuatro, y daba a un patio de sombras grandes con
palos de mango y matas de guineo, bajo los cuales había una tumba con una losa
sin nombre, anterior a la casa y a la memoria de la familia. Aun los menos
entendidos en música pensaban que el sonido del saxofón era anacrónico en una
casa de tanta alcurnia. «Suena como un buque», había dicho la abuela de Nena
Daconte cuando lo oyó por primera vez. Su madre había tratado en vano de que
lo tocara de otro modo, y no como ella lo hacía por comodidad, con la
falda recogida hasta los muslos y las rodillas separadas, y con una sensualidad
que no le parecía esencial para la música. «No me importa qué instrumento
toques», le decía, «con tal de que lo toques con las piernas cerradas». Pero
fueron esos aires de adioses de buques y ese encarnizamiento de amor los que le
permitieron a Nena Daconte romper la cascara amarga de Billy Sánchez. Debajo de
la triste reputación de bruto que él tenía muy bien sustentada por la
confluencia de dos apellidos ilustres, ella descubrió un huérfano asustado y
tierno. Llegaron a conocerse tanto mientras se le soldaban los huesos de la
mano, que él mismo se asombró de la fluidez con que ocurrió el amor cuando ella
lo llevó a su cama de doncella una tarde de lluvias en que se quedaron solos en
la casa. Todos los días a esa hora, durante casi dos semanas, retozaron
desnudos bajo la mirada atónita de los retratos de guerreros civiles y abuelas
insaciables que los habían precedido en el paraíso de aquella cama histórica.
Aun en las pausas del amor permanecían desnudos con las ventanas abiertas
respirando la brisa de escombros de barcos de la bahía, su olor a mierda, y
oyendo en el silencio del saxofón los ruidos cotidianos del patio, la nota
única del sapo bajo las matas de guineo, la gota de agua en la tumba de nadie,
los pasos naturales de la vida que antes no habían tenido tiempo de conocer.
Cuando los padres de Nena
Daconte regresaron a la casa, ellos habían progresado tanto en el amor que ya
no les alcanzaba el mundo para otra cosa, y lo hacían a cualquier hora y en
cualquier parte, tratando de inventarlo otra vez cada vez que lo hacían. Al
principio lo hicieron como mejor podían en los carros deportivos con que el
papá de Billy Sánchez trataba de apaciguar sus propias culpas. Después, cuando
los coches se les volvieron demasiado fáciles, se metían por la noche en las
casetas desiertas de Marbella donde el destino los había enfrentado por primera
vez, y hasta se metieron disfrazados durante el carnaval de noviembre en los
cuartos de alquiler del antiguo barrio de esclavos de Getsemaní, al amparo de
las mamasantas que hasta hacía pocos meses tenían que padecer a Billy Sánchez
con su pandilla de cadeneros. Nena Daconte se entregó a los amores furtivos con
la misma devoción frenética que antes malgastaba en el saxofón, hasta el punto
de que su bandolero domesticado terminó por entender lo que ella
quiso decirle cuando le dijo que tenía que comportarse como un negro.
Billy Sánchez le correspondió siempre y bien y con el mismo alborozo. Ya
casados, cumplieron con el deber de amarse mientras las azafatas dormían en
mitad del Atlántico, encerrados a duras penas y más muertos de risa que de
placer en el retrete del avión. Sólo ellos sabían entonces, veinticuatro horas
después de la boda, que Nena Daconte estaba encinta desde hacía dos meses. De
modo que cuando llegaron a Madrid se sentían muy lejos de ser dos amantes
saciados, pero tenían bastantes reservas para comportarse como recién casados
puros. Los padres de ambos lo habían previsto todo. Antes del desembarco, un
funcionario de protocolo subió a la cabina de primera clase para llevarle a
Nena Daconte el abrigo de visón blanco con franjas de un negro luminoso, que
era el regalo de bodas de sus padres. A Billy Sánchez le llevó una chaqueta de
cordero que era la novedad de aquel invierno, y las llaves sin marca de un
coche de sorpresa que le esperaba en el aeropuerto.
La misión diplomática de su
país lo recibió en el salón oficial. El embajador y su esposa no sólo eran
amigos desde siempre de la familia de ambos, sino que él era el médico que
había asistido al nacimiento de Nena Daconte, y la esperó con un ramo de rosas
tan radiantes y frescas que hasta las gotas de rocío parecían artificiales.
Ella los saludó a ambos con besos de burla, incómoda con su condición un poco
prematura de recién casada, y luego recibió las rosas. Al cogerlas se pinchó el
dedo con una espina del tallo, pero sorteó el percance con un recurso
encantador.
— Lo hice adrede — dijo—,
para que se fijaran en mi anillo.
En efecto, la misión
diplomática en pleno admiró el esplendor del anillo, que debía costar una
fortuna, no tanto por la clase de los diamantes como por su antigüedad bien
conservada. Pero nadie advirtió que el dedo empezaba a sangrar. La atención de
todos derivó después hacia el coche nuevo. El embajador había tenido el buen
humor de llevarlo al aeropuerto y de hacerlo envolver en papel celofán con un
enorme lazo dorado.
Billy Sánchez no apreció su
ingenio. Estaba tan ansioso por conocer el coche que desgarró la envoltura de
un tirón y se quedó sin aliento. Era el Bentley convertible de ese año con
tapicería de cuero legítimo. El cielo parecía un manto de ceniza, el Guadarrama
mandaba un viento cortante y helado, y no se estaba bien a la intemperie, pero
Billy Sánchez no tenía todavía la noción del frío. Mantuvo a la misión
diplomática en el estacionamiento sin techo, inconsciente de que se estaban
congelando por cortesía, hasta que terminó de reconocer el coche en sus
detalles recónditos. Luego, el embajador se sentó a su lado para guiarlo hasta
la residencia oficial donde estaba previsto un almuerzo. En el trayecto le fue
indicando los lugares más conocidos de la ciudad, pero él sólo parecía atento a
la magia del coche..."
El final, el principio y el
resto, por supuesto, lo sabrás cuando leas el cuento completo del maestro. Sólo
así tendremos razones de sobra para entablar un dialogo entre nosotros y asir
por ti mismo los motivos por los que Billy, aun siendo «galán» y teniendo «billete», no es, ni por mucho, candidato a «galán con billete».